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En tiempos sumamente inciertos como estos, es más importante que nunca recordar que la resiliencia no es algo inalterable; podemos ser cada vez más resilientes.
Es por eso que compartimos este fragmento de Opción B en español, que incluye secciones acerca de hablar sobre las adversidades, lidiar con las adversidades, ejercer la gratitud, ayudar a los demás, alcanzar la felicidad y el poder de la resiliencia colectiva, con un nuevo prólogo de Sheryl Sandberg y Adam Grant.
Esperamos que te ayude a lidiar con el miedo que muchos estamos sintiendo. No sabemos cuándo ni cómo terminará esta crisis, pero sabemos que podemos dar pequeños pasos todos los días para desarrollar una resiliencia perdurable en nosotros mismos y en nuestras comunidades.
Aquí puedes descargar la versión en español de la versión PDF.
Algunos han observado que esto que estamos sintiendo en este momento es más que ansiedad: es aflicción. Algunos de nosotros estamos afligidos por la pérdida de seres queridos. Muchos más estamos afligidos por la pérdida de la normalidad. La pandemia ha destrozado nuestra ilusión de invulnerabilidad. Nos ha recordado la fragilidad de nuestras vidas y de la vida tal como la conocemos. Es comprensible que tantas personas estén sintiendo una profunda tristeza.
Cinco años atrás, perdí a mi esposo Dave de repente. En lo más hondo de mi dolor, buscando información sobre cómo sacarme a mí y a mis hijos adelante, recurrí a mi amigo Adam Grant, un psicólogo de Wharton. Juntos, comenzamos a estudiar cómo las personas pueden recuperarse y salir a flote de experiencias devastadoras. Con el tiempo, escribimos el libro Opción B para compartir lo que aprendimos acerca de la resiliencia. Dado que muchas de estas lecciones son pertinentes para la crisis actual, hemos decidido poner a disposición de todos algunos fragmentos fundamentales, con la esperanza de que puedan servirles a las personas que intentan atravesar estos momentos dolorosos.
Después de dedicar décadas a estudiar cómo las personas lidian con las adversidades y los desafíos, los psicólogos han descubierto que existen tres factores que pueden dificultar la recuperación: (1) personalización: la creencia de que es nuestra culpa; (2) permanencia: la creencia de que las secuelas de lo ocurrido durarán siempre; y (3) generalización: la creencia de que lo ocurrido afectará a todas las áreas de nuestra vida.
La personalización se está dando en todas partes. Algunas personas están culpándose por no hacer lo suficiente para proteger a sus amigos y familiares o por hacer demasiado poco para ayudar a los desconocidos. Otras personas se están castigando por sentirse solos o improductivos. En lugar de culparnos a nosotros mismos, los psicólogos recomiendan tener empatía hacia uno mismo: tratarnos con la misma amabilidad con la que trataríamos a alguien cercano. Esto no es culpa nuestra. Somos simplemente humanos. Podemos sentirnos solos, pero no estamos solos en ese sentimiento.
También puede ser difícil sacudirnos la impresión de la permanencia. Cuando sufrimos, tendemos a proyectar el sentimiento de manera indefinida. Hay mucha incertidumbre con respecto a cuánto durará esta pandemia, lo que hace que la sensación de tristeza y fatalidad inexorable sea particularmente abrumadora. Recordar que todo dolor es pasajero ayuda. Si bien no sabemos cuándo terminará esta crisis, sabemos que sí terminará.
Otra lección importante consiste en rechazar el sentimiento de la generalización. Durante una tragedia, cuando la realidad es mucho peor de lo habitual, es fácil dejarse llevar por la sensación de que todo es espantoso. Pero, en realidad, no todo lo es. Los servicios públicos siguen funcionando. Todavía tenemos libros, juegos de mesa y películas para disfrutar en casa. Todavía podemos comunicarnos con nuestros seres queridos por teléfono o Internet. En algunos casos, estar lejos físicamente hace que estemos más cerca emocionalmente. La separación trae aparejado un nuevo significado de gratitud.
La investigación ha demostrado que la gratitud puede levantarnos el ánimo cuando peor nos sentimos. Aprendí esto en carne propia después de que murió Dave. Incluso en lo más hondo de la aflicción, aún hay cosas que agradecer. Quería que esto se convirtiera en un hábito diario para mi familia, así que todas las noches, durante la cena, mis hijos y yo hablamos de por qué estamos agradecidos. Desde que comenzamos la cuarentena, nuestras listas han cambiado. Están comenzando la escuela más tarde, así que puedo dormir más. No tengo que preocuparme por dónde están mis hijos adolescentes a la noche. Pude trabajar en pijama hoy. . . o al menos con la parte de abajo del pijama. La gratitud no solo nos hace más felices; también puede hacernos más fuertes.
Rechazar la personalización, la permanencia y la generalización significa cambiar nuestra manera de pensar. Cuando el futuro es difícil de imaginar, podemos hallar fortaleza en el pasado. Todos hemos tenido dificultades personales, desde pérdidas, lesiones y enfermedades hasta divorcios y rechazos, desde fracasos profesionales hasta decepciones personales. También nos hemos enfrentado a dificultades colectivas; desde guerras y ataques terroristas hasta desastres naturales y crisis financieras. Si reflexionamos sobre cómo hemos afrontado las adversidades en el pasado, podemos recordarnos que tenemos la voluntad y los medios para superar estos momentos difíciles.
La resiliencia no significa rechazar las emociones desagradables. Y permitir que entren las emociones no les da poder sobre nosotros; al contrario, les da espacio para atravesarnos. A veces, manifestar el miedo nos otorga cierto control sobre él. Los psicólogos revelan que preocuparse es productivo, porque nos ayuda a anticiparnos y prepararnos para lo peor. Se torna contraproducente cuando se convierte en rumia, es decir, cuando nuestra lista de reproducción mental está trabada en un bucle de los mismos pensamientos y sentimientos, sin dejarnos planear o actuar.
Con tantos acontecimientos de la vida modificados o cancelados, para muchos de nosotros, ese bucle mental está atascado en nuestros sentimientos de desolación o decepción. En definitiva, lo que más nos ayuda es buscar formas de ayudar a los demás. Cuando hay gente que depende de nosotros, hallamos la fuerza que no sabíamos que teníamos. En su investigación, Adam ha descubierto que, con frecuencia, nos esforzamos más por lavarnos las manos y mantener la distancia física por los demás que por nosotros mismos. Cuidar de familiares, amigos o nuestra comunidad puede distraernos de nuestra aflicción. Puede hacernos sentir que somos importantes, que somos reconocidos y valorados, que marcamos una diferencia. Les he enseñado a mis hijos que, cuando se sientan solos y extrañen a sus amigos, pueden llamar a sus abuelos y ayudarlos a sentirse menos solos.
En tiempos trágicos, Mister Rogers les aconsejaba a los niños: “Busquen a las personas que ayudan. Siempre encontrarán personas que ayudan”. No tenemos que mirar lejos. Para desarrollar y probar vacunas, los científicos están colaborando a un ritmo y una escala sin precedentes en la historia humana. Para cuidar a los enfermos, los profesionales de atención médica están arriesgando sus vidas. Para proveerles a las comunidades los recursos y suministros que muchos alguna vez dieron por sentados, las personas van a trabajar a depósitos, tiendas de abarrotes y farmacias. Para ayudar a los mayores, personas desconocidas están recogiendo alimentos y medicamentos para entregarlos en sus casas. Tenemos la oportunidad de no solo buscar a las personas que ayudan, sino de ser nosotros las personas que ayudan.
Esta crisis ha demostrado una vez más que el espíritu humano es indomable e ingenioso. En Italia, las personas encuentran armonía en la reclusión al abrir sus ventanas para cantar juntos. En Londres, las personas hallan conexión en el aislamiento al organizar fiestas de baile diarias en las entradas de sus casas. En Brasil, las personas se mantienen activas al verter detergente sobre el piso de la cocina para convertirlo en una caminadora improvisada. En Nueva York, algunos propietarios están renunciando al alquiler de los inquilinos. Nos recuerdan que el estrés postraumático no es la única opción; es posible experimentar un crecimiento después de un trauma. No solo podemos salir a flote, podemos salir hacia adelante.
Esta pandemia ha traído tragedia y caos a nuestras vidas. A lo largo de la historia, hemos observado que las crisis como esta no solo ponen a prueba nuestra determinación. También pueden desarrollar nuestra resiliencia. Continúe leyendo para aprender cómo.
Después de que mi esposo Dave murió sin advertencia alguna, sentí un vacío inmenso que me llenaba el corazón y los pulmones y limitaba mi capacidad de pensar o incluso respirar. Yo creía que la resiliencia era la capacidad para aguantar el dolor, así que le pregunté a Adam cómo podía saber cuánta tenía. Me explicó que esa era la pregunta equivocada. Nuestro grado de resiliencia no es fijo, de modo que lo que debía preguntar era cómo volverme resiliente.
La resiliencia es la fuerza y la rapidez de nuestra respuesta ante la adversidad... y podemos desarrollarla. No consiste en tener una columna vertebral, sino en fortalecer los músculos que la rodean.
No conozco a nadie a quien solo le hayan pasado cosas buenas. Todos tenemos malos momentos. Algunos los vemos venir, otros nos toman por sorpresa. Puede ser tan trágico como la muerte repentina de un hijo, tan desgarrador como una relación que se va a pique o tan decepcionante como un sueño que no se cumple. La pregunta es: Cuando esto sucede, ¿cómo continuamos?
Este libro es el intento de Adam y yo de compartir lo que hemos aprendido acerca de la resiliencia. Lo escribimos juntos, pero para que la historia sea más simple y clara, está narrada por mí (Sheryl) y Adam se menciona en tercera persona. No pretendemos que la esperanza le gane al dolor todos los días. No será así. No suponemos haber sufrido todos los tipos posibles de pérdida y adversidad en primera persona. No es así. No existe una forma correcta o adecuada de atravesar el dolor o de enfrentarse a un desafío, por lo que no tenemos respuestas perfectas. No existen las respuestas perfectas.
También sabemos que no todas las historias tienen un final feliz. Por cada historia esperanzadora que contamos aquí, hay otras en las que las circunstancias fueron demasiado difíciles de superar. La recuperación no tiene el mismo punto de partida para todos. Las guerras, la violencia y el sexismo y racismo sistemáticos diezman vidas y comunidades. La discriminación, las enfermedades y la pobreza provocan y empeoran las tragedias. La triste realidad es que la adversidad no se distribuye de manera equitativa entre nosotros; los grupos marginados y privados de derechos tienen más batallas y dolor que soportar.
Hablar de cómo encontrar fortaleza a pesar de las adversidades no nos libera de la responsabilidad de trabajar para prevenir las adversidades en primera instancia. Lo que hacemos en nuestras comunidades y empresas (las políticas públicas que implementamos, las maneras en que nos ayudamos los unos a los otros) puede garantizar que sean menos las personas que sufran.
Aun así, por mucho que intentemos prevenir las adversidades, las desigualdades y los acontecimientos traumáticos, estos continúan existiendo y tenemos que seguir lidiando con ellos. Para poder pelear por el cambio mañana, necesitamos desarrollar resiliencia hoy. Los psicólogos han estudiado cómo recuperarnos y salir adelante de una amplia gama de dificultades. Además de repasar la investigación, Adam y yo nos pusimos en contacto con personas y grupos que han superado adversidades ordinarias y extraordinarias. Sus historias cambiaron nuestra manera de pensar en la resiliencia.
Este libro gira en torno a la capacidad del espíritu humano para perseverar. Analizamos los pasos que dan las personas, tanto para ayudarse a sí mismos como para ayudar a los demás. Exploramos la psicología de la recuperación y los desafíos para recuperar la confianza y redescubrir la alegría. Abarcamos formas de hablar sobre las tragedias y consolar a los amigos que están sufriendo. Y debatimos acerca de qué se necesita para crear comunidades y empresas resilientes, criar niños fuertes y volver a amar.
Ahora sé que, tras los golpes más devastadores, la gente puede hallar aún más fortaleza y un significado más profundo. Además del crecimiento postraumático, también creo que se puede experimentar un crecimiento previo a un trauma, es decir, que no es necesario sufrir una tragedia para desarrollar resiliencia para lo que depare el futuro.
Nietzsche describió la fuerza personal con la famosa frase: “lo que no me mata me hace más fuerte.” Los psicólogos Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun tienen una versión ligeramente más suave (podríamos decir menos nietzscheana): “Soy más vulnerable de lo que pensaba, pero mucho más fuerte de lo que jamás imaginé.” Cuando nos enfrentamos a los reveses de la vida, sufrimos heridas y nos quedan cicatrices. Pero podemos superarlos con una mayor determinación interna.
Unas pocas semanas después de perder a Dave, estaba hablando con mi amigo Phil Deutch sobre una actividad padre-hijo que Dave había planeado hacer con nuestro hijo. Se nos ocurrió un plan para que otra persona ocupara el lugar de Dave. Le rogué a Phil: “Pero yo quiero a Dave.” Me rodeó con un brazo y me dijo: “La Opción A no está disponible. Así que saquémosle el máximo provecho a la Opción B.”
La vida nunca es perfecta. En esta crisis, todos estamos viviendo la Opción B. Este libro es para ayudarnos a sacarle el máximo provecho.
Hasta las personas que han experimentado el peor de los sufrimientos a menudo quieren hablar de ello. Merle Saferstein es una de las amigas más cercanas de mi madre y la exdirectora educativa del Centro para la Documentación y Educación del Holocausto del sur de Florida. Ha trabajado con más de quinientos sobrevivientes y recuerda que solo uno de ellos se negó a hablar al respecto. “En mi experiencia, los sobrevivientes quieren tener la oportunidad de enseñar algo y no que los eviten como la peste porque han tenido que sufrir algo inefable”, comentó Merle. Aun así, dudamos a la hora de preguntar porque nos preocupa que preguntar saque a la luz el trauma. Para fomentar el debate, Merle llevó a cabo programas que reunían a los sobrevivientes con alumnos de escuela secundaria y universitarios. Señala que cuando los alumnos tienen la oportunidad, las preguntas salen a borbotones. “Los he oído preguntar: ‘¿Qué comías en el campo de concentración? ¿Seguías creyendo en Dios?’ Las jóvenes solían preguntar: ‘¿Tenías tu período? ¿Qué hacías cuando lo tenías?’ Estas no son preguntas personales. Son preguntas humanas”, me dijo Merle.
Evitar los sentimientos no es lo mismo que protegerlos. Merle recordaba haber ido con una joven prima suya a visitar a una pareja mayor que tenía grabadas en arcilla las manos de dos niñas colgando en la pared. La pareja solo hablaba de una hija. A la prima de Merle le habían dicho que no mencionara a la hija que había muerto porque entristecería a la pareja. Merle no había oído esta advertencia, entonces preguntó por el segundo par de manos. A pesar de que la prima estaba horrorizada, la pareja habló con calidez y durante un largo rato sobre su hija. “Querían que fuera recordada”, comentó Merle.
Evitar los temas incómodos es tan común que la práctica hasta tiene un nombre. Décadas atrás, los psicólogos acuñaron el término “efecto MUM” para cuando las personas evitan dar malas noticias. Los médicos se abstienen de decirles a los pacientes que su prognóstico es lúgubre. Los gerentes esperan demasiado tiempo para dar la noticia de que alguien será despedido. Mi colega Maxine Williams, directora de diversidad de Facebook, me dijo que cree que muchas personas sucumben al efecto MUM cuando tratan cuestiones de raza. “Incluso después de que maten a una persona negra desarmada por estirarse para mostrarle su licencia de conducir a un policía, las personas blancas que han visto las noticias, que viven en estas comunidades y que se sientan al lado nuestro en el trabajo suelen no decir nada”, dijo Maxine. “Para la víctima de racismo, como para la víctima de una pérdida, el silencio es perjudicial. Las dos cosas que queremos saber cuando estamos sufriendo es que no estamos locos por sentirnos así y que contamos con apoyo. Actuar como si no nos estuviera sucediendo nada importante a la gente como nosotros nos niega todo eso”.
Al permanecer en silencio, solemos aislar a la familia, los amigos y los compañeros de trabajo. Incluso en circunstancias normales, estar solos con nuestros pensamientos puede ser incómodo. El silencio puede aumentar el sufrimiento. Solo me sentía cómoda hablando de Dave con un pequeño grupo de familiares y amigos. Algunos de mis otros amigos y compañeros de trabajo hicieron que sincerarme fuera más fácil; los psicólogos llaman a estas personas, literalmente, “abridores”. Los abridores hacen muchas preguntas y escuchan las respuestas sin juzgar. Disfrutan aprendiendo y sintiéndose conectados con otros. Pueden marcar una gran diferencia en momentos de crisis, en especial para aquellos que suelen ser reticentes.
Los abridores no siempre son nuestros amigos más cercanos. Las personas que han experimentado adversidades tienden a expresar más compasión por las personas que están sufriendo. La escritora Anna Quindlen observa que “aquellos que reconocen un abismo parecido al suyo en el centro de nuestro ser” suelen hablar de la aflicción. Los veteranos de guerra, las víctimas de violación y los padres que han perdido hijos señalan que el apoyo más útil viene, por lo general, de las personas que han sufrido pérdidas similares. Cuando los sobrevivientes del Holocausto vinieron a los Estados Unidos, me comentó Merle, “se sintieron muy aislados, así que comenzaron a crear lazos entre sí. Es por eso que se formaron los clubes de sobrevivientes. Las únicas personas que realmente entendían eran aquellas que habían pasado por estas experiencias”.
El período de duelo tradicional judío para un cónyuge dura treinta días. Estaba llegando al final del mes cuando pensé en expresar lo que sentía en Facebook. Volqué mis emociones en una publicación pero no creí que la compartiría; era demasiado personal, demasiado cruda, demasiado reveladora. Finalmente, decidí que no era probable que empeorara las cosas y tal vez los haría sentirse un poco mejor. La mañana siguiente, antes de que pudiera cambiar de opinión, presioné “publicar”.
Mi mensaje empezaba describiendo el vacío y lo fácil que era dejarse succionar por él. Decía que, por primera vez en la vida, entendía el poder de la oración: “No me dejes morir mientras sigo viva”. Aferrándome a una cuerda salvavidas, escribí sobre cómo quería escoger el significado por encima del vacío. Agradecía a los familiares y amigos que me habían ayudado durante estas primeras semanas incomprensibles. Luego, hice lo que me parecía tan difícil de hacer cara a cara con amigos y colegas: describí cómo un saludo casual como “¿cómo estás?” dolía porque no reconocía que algo fuera de lo normal había sucedido. Señalé que, en cambio, si las personas preguntaban “¿cómo estás hoy?”, demostraba que sabían que estaba luchando por salir adelante día tras día.
El impacto de mi publicación fue inmediato. Amigos, vecinos y colegas empezaron a hablar del elefante en la habitación. Empezaron a llegar correos electrónicos con mensajes como “Sé que debe ser realmente difícil. He estado pensando en ti y en tus hijos”.
No todos se sienten cómodos hablando abiertamente sobre una tragedia personal. Todos tomamos nuestras propias decisiones con respecto a cuándo y dónde y si es que queremos expresar nuestros sentimientos. Aun así, existen pruebas contundentes de que abrirse en relación a eventos traumáticos puede mejorar la salud mental y física. Hablar con un amigo o familiar, con frecuencia, ayuda a las personas a entender sus propias emociones y a sentirse comprendidos.
Después de mi publicación, un cambio favorable fue que la gente empezó a preguntar “¿cómo estás hoy?”, que se convirtió en una forma clave de expresar empatía. Esa pregunta también me ayudó a darme cuenta de que era posible que mi aflicción generalizada no fuera permanente. Adam señaló que solía responder a las preguntas sobre cómo estaba con “Bien” y que no alentaba a las personas a hacer más preguntas. Dijo que si quería que los demás fueran más abiertos conmigo, necesitaba ser más abierta con ellos. Empecé a responder con más franqueza. “No estoy bien y es agradable poder ser honesta contigo al respecto”.
Muchas personas fueron amables e intentaron asegurarme que saldría adelante de esto, pero era difícil creerles. Lo que más me ayudó fue que la gente dijera que estaban conmigo en el proceso. Phil hizo esto una y otra vez, diciéndome que “Íbamos a salir adelante”. Cuando estaba lejos, enviaba correos electrónicos, que a veces solo tenían una línea: “No estás sola”. Una de mis amigas de la infancia me envió una tarjeta que decía: “Un día se despertó y comprendió que todos estamos juntos en esta vida”. Desde entonces, tengo esa tarjeta colgada sobre mi escritorio.
Cuando las personas cercanas experimentan adversidades, ¿cómo les ofrecemos un botón que presionar? Aunque parece obvio que los amigos quieren brindar apoyo a los amigos que atraviesan una crisis, existen barreras que nos bloquean. Hay dos respuestas emocionales diferentes al dolor de los demás: la empatía, que nos motiva a ayudar, y la angustia, que nos motiva a evitarlos. El escritor Allen Rucker observó ambas reacciones después de quedar paralizado repentinamente por un trastorno poco habitual. “Mientras que algunos amigos venían todos los días con sándwiches, la filmografía completa de Alfred Hitchcock o simplemente amabilidad, otros estuvieron curiosamente ausentes”, escribió. “Fue mi primer indicio de que mi nueva situación podía generar miedo en personas ajenas a mí mismo”. Para algunos, su parálisis física desencadenaba una parálisis emocional.
Cuando nos enteramos de que un ser querido se ha quedado sin trabajo, ha comenzado quimioterapia o se está divorciando, nuestro primer impulso, por lo general, es “debería ponerme en contacto". Luego, inmediatamente después de ese impulso, nos suele invadir la duda. “¿Qué pasa si digo algo equivocado?” “¿Qué sucede si hablar del tema la hace sentirse cohibida?” “¿Y si me paso de la raya?” Una vez elevadas, estas dudas son seguidas por excusas como “Tiene muchos amigos y nosotros no somos tan cercanos”. O “Debe estar tan ocupada. No quiero molestarla”. Postergamos llamar u ofrecer ayuda hasta que nos sentimos culpables por no haberlo hecho antes . . . y luego parece demasiado tarde.
Para los amigos que se alejan en tiempos de dificultad, poner distancia entre ellos y el dolor emocional parece un signo de autopreservación. Son personas que ven a alguien ahogándose en melancolía y se preocupan, tal vez a nivel inconsciente, de que también los arrastrará hacia abajo. Otras personas se sienten abrumadas por una sensación de impotencia; sienten que no hay nada que puedan decir o hacer para mejorar la situación, entonces eligen no decir ni hacer nada. Pero lo que aprendemos del experimento sobre el estrés es que no es necesario presionar el botón que detiene el ruido para aliviar la presión. El solo hecho de estar presente para un amigo puede marcar una gran diferencia.
Es difícil entender, o incluso imaginar, el dolor de otra persona. Cuando no estamos en un estado física o emocionalmente intenso, subestimamos su impacto. En un experimento, se les pidió a las personas que colocaran el brazo en un cubo de agua y adivinaran qué tan doloroso sería estar sentado en una habitación helada durante cinco horas. Cuando el cubo estaba lleno de agua helada, predecían que sentarse en la habitación sería un 14 por ciento más doloroso que cuando el cubo estaba lleno de agua cálida. Pero cuando las personas hacían sus predicciones tan solo diez minutos después de quitar el brazo del agua helada, hacían los mismos cálculos que el grupo de agua cálida. Una vez que dejaban atrás el agua helada, incluso por solo unos minutos, no podían imaginar cómo se sentiría tener frío. (El lado positivo es que hay muy pocas situaciones en la vida real en las que uno se encuentra con un brazo en un cubo de agua helada.)
No hay una sola forma de afligirse y no hay una sola forma de consolar. Lo que ayuda a una persona no ayudará a la otra e, incluso, lo que ayuda un día puede no ayudar al día siguiente. Desde pequeña, me enseñaron que debía seguir la regla de oro: tratar a los demás como nos gustaría que nos traten. Pero cuando alguien está sufriendo, en lugar de seguir la regla de oro, tenemos que seguir la regla de platino: tratar a los demás como ellos quieren que los traten. Capte la señal de la persona angustiada y responda con comprensión o, mejor aún, con acción.
Mientras luchaba por salir a flote en casa y en el trabajo, mis amigos y colegas me preguntaban con gentileza si había cualquier cosa que pudieran hacer. Eran sinceros pero, para la mayoría de ellos, no tenía una respuesta. El autor Bruce Feiler cree que el problema yace en la oferta de “hacer cualquier cosa”. Escribe que “aunque es bien intencionado, este gesto sin querer transfiere la obligación a la persona afligida. En lugar de ofrecer ‘cualquier cosa’, simplemente haz algo”. Bruce hace mención de los amigos que enviaron insumos para empacar a alguien que se estaba mudando después de un divorcio y de otros que organizaron una fiesta de “despedida de incendio”, una variación de una despedida de soltera, para una amiga que había perdido su casa. Mi colega Dan Levy me dijo que, cuando su hijo se enfermó y estaba a su lado en el hospital, un amigo le envió un mensaje de texto que decía: “¿Qué NO quieres en una hamburguesa?” Dan valoró el esfuerzo. “En lugar de preguntar si quería comida, decidió por mí pero me dio la dignidad de sentirme en control”. Otra amiga le envió un mensaje de texto a Dan diciendo que estaba disponible para darle un abrazo si lo necesitaba y que estaría en el vestíbulo del hospital durante la próxima hora sin importar si quería o no bajar a verla.
Los hechos específicos ayudan porque, en lugar de intentar solucionar el problema, abordan el daño ocasionado por el problema. “Algunas cosas de la vida no se pueden arreglar. Solo se pueden sobrellevar”, observa la terapeuta Megan Devine. Hasta el pequeño acto de sujetarle la mano a una persona puede ser útil. Los psicólogos colocan a las niñas adolescentes bajo estrés al pedirles que den un discurso público espontáneo. Cuando las madres e hijas que tenían una relación íntima se tomaban de la mano, el contacto físico reducía parte de la ansiedad de las hijas. Las hijas sudaban menos y el estrés psicológico se transfería a las madres.
Este efecto hace eco en mí. Cuatro días después de encontrar a Dave en el piso del gimnasio, dije un panegírico en su funeral. Al principio, pensé que no podría hacerlo, pero mis hijos querían decir algo y me pareció que tenía que mostrarles que yo también podía hacerlo. Mi hermana Michelle se paró a mi lado y me sujetó la mano con fuerza. No sabía sobre el estudio de madres e hijas en ese momento, pero su mano en la mía me dio valor.
Dave era una fuente constante de fortaleza, un botón no solo para mí sino para muchas personas. ¿Dónde encontrarían apoyo sus amigos y familiares en adelante? La psicóloga Susan Silk, quien concibió la “teoría del anillo”, aporta una perspectiva útil. Ella sugiere anotar los nombres de las personas que están en el centro de la tragedia y dibujar un círculo alrededor de ellas. Luego, hay que dibujar un círculo alrededor de ese y escribir los nombres de las siguientes personas más afectadas por el acontecimiento. Continuamos dibujando círculos cada vez más grandes para las personas en función de su proximidad a la crisis. Tal como Silk escribe con el mediador Barry Goldman, “Cuando terminamos, tendremos un orden de queja”.
Donde sea que uno esté en el círculo, ofrecemos consuelo hacia adentro y buscamos consuelo hacia afuera. Esto significa consolar a las personas que están más cerca de la tragedia que uno y buscar apoyo de aquellas que están más lejos.
La empatía hacia uno mismo se arraiga en el reconocimiento de nuestras imperfecciones son parte de ser humanos. Las personas que pueden ponerla en práctica se recuperan más rápido de las adversidades. En un estudio de personas cuyos matrimonios habían fracasado, la resiliencia no estaba relacionada con su autoestima, optimismo o depresión antes del divorcio, ni con la duración de sus relaciones o separaciones. Lo que había ayudado a las personas a lidiar con la angustia y a salir adelante era la empatía hacia uno mismo. En el caso de los soldados que regresaban de la guerra en Afganistán e Irak, aquellos que eran amables consigo mismos presentaron una disminución importante de los síntomas del trastorno por estrés postraumático (TEPT). La empatía hacia uno mismo está asociada con más felicidad y satisfacción, menos dificultades emocionales y menos ansiedad. Tal como observa el psicólogo Mark Leary, la empatía hacia uno mismo “puede ser un antídoto contra la crueldad que a veces nos infligimos a nosotros mismos”.
Escribir puede ser una herramienta poderosa para aprender la empatía hacia uno mismo. En un experimento, se solicitaba a las personas que recordaran un fracaso o humillación que los hubiera hecho sentir mal consigo mismos, ya sea que fuera desaprobar un examen importante, perder en una competencia atlética u olvidarse las líneas de una obra de teatro. Se escribieron una carta a sí mismos expresando la comprensión que le ofrecerían a un amigo en la misma situación. En comparación con un grupo de control que escribió solo acerca de sus atributos positivos, los que fueron amables consigo mismos estaban un 40 por ciento más felices y un 24 por ciento menos enojados.
Transformar los sentimientos en palabras puede ayudarnos a procesar y superar la adversidad. Décadas atrás, el psicólogo de la salud Jamie Pennebaker hizo que dos grupos de alumnos universitarios llevaran un diario durante quince minutos al día, por solo cuatro días. Algunos escribieron sobre temas no emocionales y otros sobre la experiencia más traumática de su vida, que incluían una violación, intento de suicidio y abuso infantil. Después del primer día de escritura, el segundo grupo estaba menos feliz y tenía la presión arterial más alta. Pero cuando Pennebaker realizó un seguimiento seis meses más tarde, los efectos se revirtieron y aquellos que escribían sobre sus traumas estaban mucho mejor en el aspecto emocional y físico.
Desde entonces, más de cien experimentos han documentado el efecto terapéutico de llevar diarios. Ha ayudado a estudiantes de medicina, pacientes con dolor crónico, víctimas de delitos, prisioneros de máxima seguridad y a mujeres después del parto. Ha atravesado diversas culturas y países desde Bélgica hasta México y Nueva Zelanda. Escribir sobre eventos traumáticos puede disminuir la ansiedad y el enojo, mejorar las calificaciones, reducir las ausencias al trabajo y disminuir el impacto emocional de la pérdida de un trabajo. Los beneficios para la salud incluyen un mayor recuento de células T, una mejor función hepática y respuestas más sólidas de anticuerpos. Incluso escribir solo por unos minutos unas pocas veces puede marcar la diferencia. “No es necesario que escribas por el resto de tu vida”, nos dijo Pennebaker. “Puedes empezar y dejarlo cuando sientas que lo necesitas”.
Etiquetar las emociones negativas permite lidiar con ellas de manera más fácil. Cuanto más específica sea la etiqueta, mejor. “Me siento solo” nos ayuda más a procesar que la expresión ambigua de “me siento fatal”. Al expresar los sentimientos con palabras, adquirimos más poder sobre ellos. En un estudio, las personas con fobia a las arañas se enteraron de que iban a tener que interactuar con una. Pero primero, se les instruyó a los participantes que se distrajeran, que pensaran en que la araña no era una amenaza, que no hicieran nada o que etiquetaran sus sentimientos con respecto a la araña. Cuando la araña apareció, los que habían etiquetado su miedo presentaron una agitación fisiológica considerablemente menor y estuvieron más dispuestos a acercarse a ella.
Llevar un diario me ayudó a procesar mis sentimientos abrumadores y mi innumerable lista de remordimientos. Pensaba constantemente en que, si hubiera sabido que Dave y yo solo tendríamos once años, me habría asegurado de que pasáramos más tiempo juntos. Deseaba que, en los momentos difíciles de nuestro matrimonio, hubiéramos peleado menos y nos hubiéramos entendido más. Deseaba que, en lo que resultó ser nuestro último aniversario, me hubiera quedado en casa en vez de volar con mis hijos para asistir a un bar mitzvah. Y deseaba que, cuando fuimos a hacer una caminata esa última mañana en México, hubiera caminado junto a Dave y sostenido su mano, en lugar de caminar con la esposa de Phil, mi querida amiga Marne. A medida que ponía estos momentos por escrito, mi enojo y remordimiento comenzaban a amainar.
El filósofo Søren Kierkegaard dijo que la vida solo puede comprenderse mirando hacia el pasado, pero debe vivirse mirando hacia el futuro. Llevar un diario me ayudó a encontrarle un sentido al pasado y volver a desarrollar mi autoestima para navegar el presente y el futuro. Luego, Adam me sugirió que también anotara tres cosas que había hecho bien cada día. Al principio, me sentía escéptica. Apenas podía funcionar; ¿qué momentos de éxito podría encontrar? Hoy me vestí. ¡Denme un trofeo! Pero existen pruebas de que estas listas ayudan porque nos centramos en lo que los psicólogos llaman “pequeñas victorias”. En un experimento, las personas tenían que escribir tres cosas que habían salido bien y por qué, todos los días, durante una semana. A lo largo de los próximos seis meses, se volvieron más felices que un grupo que escribía sobre recuerdos de la primera infancia. En un estudio, más reciente, las personas debían destinar entre cinco y diez minutos al día a escribir sobre las cosas que habían salido “realmente bien” y por qué. A las tres semanas, sus niveles de estrés habían bajado, al igual que las quejas sobre su salud mental y física.
Durante seis meses, casi todas las noches antes de dormir, hacía mi lista. Dado que hasta las tareas más básicas eran difíciles, comencé por esas. Preparé té. Revisé todos mis correos electrónicos. Fui al trabajo y estuve concentrada la mayor parte de una reunión. Ninguno de estos eran logros heroicos, pero ese pequeño cuaderno junto a mi cama cumplió un propósito importante. Me hizo tomar conciencia de que toda la vida me había ido a dormir pensando en qué había hecho mal ese día, en qué me había equivocado, qué no estaba funcionando. El simple hecho de recordarme a mí misma que algo había salido bien fue un cambio favorable.
Redactar listas de gratitud me ha ayudado en el pasado, pero esta lista cumplió un propósito diferente. Adam y su colega Jane Dutton descubrieron que considerar las cosas buenas que tenemos en la vida no mejora nuestra confianza ni nuestro esfuerzo, pero ser conscientes de nuestras contribuciones sí puede ayudar. Adam y Jane creen que esto se debe a que la gratitud es pasiva: nos hace sentir agradecidos por lo que recibimos. Las contribuciones son activas: desarrollan nuestra confianza al recordarnos que hicimos una diferencia. Ahora les recomiendo a mis amigos y colegas que escriban sobre lo que han hecho bien. Todas las personas que lo prueban tienen la misma respuesta: desearían haber comenzado a hacer esto antes.
A principios de la década de 2000, los profesores de psicología Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun estaban tratando a padres en duelo y esperaban ver signos de devastación y estrés postraumático, cosa que hicieron. Pero también descubrieron algo sorprendente. Todos los padres estaban sufriendo y habrían hecho cualquier cosa por recuperar a sus hijos. Al mismo tiempo, muchos también describieron resultados positivos en sus vidas después de la pérdida. Parece difícil de creer, pero a medida que pasaba el tiempo, en lugar del estrés postraumático, algunos de los padres experimentaban un crecimiento postraumático.
Los psicólogos, luego, estudiaron a cientos de personas que habían pasado por todo tipo de situaciones traumáticas: víctimas de agresión y abuso sexual, refugiados y prisioneros de guerra, y sobrevivientes de accidentes, desastres naturales, lesiones graves y enfermedades. Muchas de estas personas sufrían de ansiedad y depresión constantes. Aun así, además de estas emociones negativas, había algunos cambios positivos. Hasta ese momento, los psicólogos se habían centrado principalmente en dos resultados posibles para una situación traumática. Algunas personas tenían dificultades: desarrollaron TEPT, se enfrentaron a una depresión y ansiedad debilitantes o tenían dificultades para lidiar con actividades básicas. Otros eran resilientes: recuperaron su estado anterior a la situación traumática. Ahora existía una tercera posibilidad: las personas que sufrieron podían salir hacia adelante.
Sorprendentemente, una de las cosas que más me ayudaron fue hacer foco en los peores escenarios posibles. Durante los primeros días de mi desolación, mi instinto era intentar encontrar pensamientos positivos. Adam me dijo lo contrario: que sería una buena idea pensar en cuán peores podían ser las cosas. “¿Peores?” Le pregunté. “¿Estás bromeando? ¿Cómo podrían ser peores?” Su respuesta me partió a la mitad: “Dave podría haber tenido esa misma arritmia cardíaca llevando a tus hijos en el auto”. Guau. El hecho de que podría haber perdido a los tres nunca se me había ocurrido. De inmediato, me sentí abrumadoramente agradecida de que mis hijos estaban vivos y sanos. Esa gratitud absorbió parte del dolor.
El colmo de las ironías es sufrir una tragedia y salir de ella sintiéndose más agradecido. Desde que perdí a Dave, tengo al alcance de mi mano esta increíble reserva de tristeza. Está junto a mí, donde puedo tocarla, es parte de mi vida cotidiana. Pero junto con esa tristeza, tengo un agradecimiento mucho más profundo de lo que antes daba por sentado: familiares, amigos y el simple hecho de estar viva. Mi mamá me ofreció una comparación útil. Durante sesenta y seis años, nunca había pensado mucho en la posibilidad de caminar, pero con los años, su cadera se deterioró y caminar se tornó doloroso. Después de su cirugía de reemplazo de cadera cuatro años atrás, se siente agradecida por cada paso que puede dar sin dolor. Lo que ella siente desde el plano físico, yo lo siento desde el emocional. Los días en que estoy bien, ahora valoro que puedo caminar sin dolor.
No tenemos que esperar a ocasiones especiales para sentir y demostrar gratitud. En uno de mis estudios favoritos, se les pedía a las personas que escribieran y entregaran una nota de agradecimiento a alguien que les había demostrado una amabilidad inusual. Esto complació a los destinatarios, pero también hizo que los escritores se sintieran considerablemente menos deprimidos y el placer posterior a la gratitud los acompañó durante un mes. Cuando Adam compartió esta investigación conmigo, me di cuenta de por qué funciona: en los momentos que destino a agradecer a mis amigos y familiares, mi tristeza queda en segundo plano.
La tragedia también motiva a las personas a desarrollar relaciones nuevas y más profundas. Los soldados que experimentan pérdidas significativas durante la guerra son más propensos a tener amistades de su época de servicio cuarenta años más tarde. Después de un arduo combate, valoran más la vida y prefieren pasar su tiempo con personas que comparten ese entendimiento. Muchas sobrevivientes al cáncer de mama dicen sentir mayor intimidad con familiares y amigos.
Cuando las personas atraviesan tragedias juntos o sufren la misma tragedia, pueden fortalecer los lazos que existen entre ellos. Aprenden a confiar los unos en los otros, a ser vulnerables con el otro, a contar con el otro. Como dice el dicho: “En la prosperidad, nuestros amigos nos conocen. En la adversidad, nosotros conocemos a nuestros amigos”.
Otra forma de crecimiento postraumático es hallar mayor significado en la vida, una meta más clara en la vida basada en una creencia de que nuestra existencia tiene importancia. En palabras de Viktor Frankl, “El sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido”.
La familia y la religión son las fuentes más importantes de significado para muchas personas. Pero el trabajo puede ser otra fuente de sentido. Los trabajos en los que las personas encuentran más significado suelen ser los que prestan servicio a los demás. Los puestos del clero, enfermeros, bomberos, consejeros para adicciones y docentes de educación preescolar pueden ser estresantes, pero dependemos de estos profesionales a menudo mal pagos en los ámbitos de la salud, el aprendizaje y el crecimiento. Adam ha publicado cinco estudios diferentes que demuestran que el trabajo significativo amortigua el agotamiento. En las empresas, las organizaciones sin fines de lucro, el gobierno y las fuerzas armadas, descubre que cuanto más creen las personas que sus trabajos ayudan a otros, menos agotados emocionalmente se sienten en el trabajo y menos deprimidos se sienten en la vida. Y los días en que las personas creen que han tenido un impacto significativo en otras personas en el trabajo, se sienten más energizados en casa y más capaces de lidiar con situaciones difíciles.
Tedeschi y Calhoun descubrieron que, después de una situación traumática, la gente terminaba tomando una dirección para su vida diferente a la que habrían considerado antes. Tras los ataques terroristas del 11 de septiembre, algunos estadounidenses hicieron cambios dramáticos en sus carreras profesionales. Se unieron a departamentos de bomberos, se alistaron en las fuerzas armadas y se inscribieron para ser profesionales de la salud. Las postulaciones a Teach for America se triplicarony muchos de los aspirantes a docentes dijeron que su interés se debía a los acontecimientos del 11 de septiembre. Los que querían hacer cambios querían usar su precioso tiempo para contribuir a algo que fuera más allá de sí mismos. Antes de los ataques, el trabajo podía ser un trabajo; después, algunos querían tener una vocación. Las personas también eran más propensas a hallar significado después de sobrevivir a un tornado, a un tiroteo masivo o a un accidente de avión si habían creído que morirían durante el hecho. Después de que se les recuerda su mortalidad, los sobrevivientes suelen volver a evaluar sus prioridades, lo que en algunos casos lleva al crecimiento. Un contacto cercano con la muerte puede dar lugar a una nueva vida.
La tragedia no solo destruye nuestro presente, sino que también hace añicos nuestras esperanzas para el futuro. Los accidentes hacen trizas los sueños de las personas de poder mantener a sus familias. Las enfermedades graves impiden que las personas encuentren trabajo o amor. El divorcio borra los aniversarios futuros (aunque tengo una amiga que festeja su separación todos los años). Estos cambios profundos en la percepción propia son otra pérdida secundaria y un factor de riesgo de la depresión. Nuestras versiones posibles de nosotros mismos (en quiénes esperábamos convertirnos) pueden ser un daño colateral.
Aunque puede ser extremadamente difícil de entender, la desaparición de un posible yo nos puede liberar para imaginar un nuevo yo posible. Después de una tragedia, a veces perdemos esta oportunidad porque gastamos toda nuestra energía emocional en añorar la vida que teníamos. Tal como lo expresó Helen Keller, “Cuando se cierra una puerta de la felicidad, se abre otra; pero muchas veces miramos tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros”.
Uno de los comentarios que más me impactó en mi publicación que hice en Facebook a los treinta días de la muerte de Dave fue el de una mujer llamada Virginia Schimpf Nacy. Virginia estaba felizmente casada cuando su marido murió de repente mientras dormía, a los cincuenta y tres años. Seis años y medio después, la noche antes de la boda de su hija, el hijo de Virginia murió de una sobredosis de heroína. Insistió en seguir adelante con la boda y organizó el funeral de su hijo el día siguiente. Al poco tiempo, Virginia estaba trabajando con su distrito escolar local en un programa de prevención de las drogas, combinando esfuerzos con padres y consejeros para crear un grupo de apoyo para el duelo, y abogando por cambios legislativos para combatir la adicción. También buscaba maneras de paliar la tristeza. Se puso a ver programas antiguos de Carol Burnett y recorrió el país de punta a punta con su labrador color chocolate para visitar a su hija y a su yerno. “Ambas muertes están entrelazadas con el tejido de mi vida, pero no son lo que me define”, dijo. “La alegría es muy importante para mí. Y no puedo esperar que esa alegría venga de mi hija ni de ninguna otra persona. Tiene que salir de mí. Es hora de sacarle el máximo provecho a la Opción C”.
Cuando buscamos la alegría, a menudo nos centramos en los grandes momentos. Graduarnos de la escuela. Tener un hijo. Conseguir un trabajo. Reencontrarnos con la familia. Pero la felicidad está en la frecuencia, no en la intensidad, con que vivimos las experiencias positivas. En un estudio realizado en Australia, a lo largo de doce años con personas que habían perdido a sus parejas, el 26 por ciento logró encontrar alegría con la misma frecuencia que antes de la pérdida. Lo que los distinguía era que habían vuelto a involucrarse en sus actividades e interacciones cotidianas.
“El modo en que pasamos los días”, escribe la autora Annie Dillard, “es el modo en que pasamos la vida”. En lugar de esperar a ser felices para disfrutar de las pequeñas cosas, deberíamos hacer las pequeñas cosas que nos hacen felices. Después de un divorcio deprimente, una de mis amigas hizo una lista de las cosas de las que disfrutaba (escuchar musicales, ver a sus sobrinos, ver libros de arte, comer flan) y se prometió hacer una cosa de la lista todos los días después del trabajo. Como dice el bloguero Tim Urban, la felicidad es esa alegría que uno encuentra en cientos de miércoles olvidables.
Decidí intentar divertirme por mis hijos y con mis hijos. A Dave le encantaba jugar a Catán con nuestros hijos porque les enseñaba a planear por adelantado y anticiparse a los movimientos del adversario. Una tarde, saqué el juego del estante. Les pregunté a mis hijos si querían jugar, como quien no quiere la cosa. La respuesta fue sí. Antes, yo siempre era el color naranja. Mi hija, el azul. Mi hijo, el rojo. Y Dave era el color gris. Cuando solo dispusimos a jugar los tres solos, mi hija eligió las fichas grises. Mi hijo se molestó tanto que intentó quitárselas, insistiendo en que “Ese era el color de papá. ¡No puedes ser el gris!” Alcé la mano y dije: “Puede ser el gris. Recuperamos las cosas”.
“Recuperar las cosas” se convirtió en nuestro mantra. En lugar de renunciar a todo lo que nos recordaba a Dave, lo acogíamos y lo convertíamos en una parte presente en nuestras vidas. Recuperamos alentar a los equipos que Dave adoraba: los Minnesota Vikings y los Golden State Warriors. Recuperamos el póker, al que Dave había jugado con nuestros hijos desde que eran pequeños. Se rieron de la historia de cómo un día Dave volvió a casa del trabajo y los encontró jugando al póker con cinco y siete años de edad y dijo que era uno de los momentos en que más orgullo había sentido en su vida. Chamath Palihapitiya, nuestro amigo que jugaba al póker con Dave con frecuencia y entusiasmo, ocupó su lugar para seguir enseñándoles a jugar al estilo de póker Texas Hold’em.
Mi resolución de Año Nuevo para 2016 tomó como base esa idea. Todas las noches, seguía intentando anotar tres cosas que había hecho bien, pero a medida que recuperaba mi confianza, esto se volvía cada vez menos necesario. Luego, Adam sugirió una nueva idea: anotar tres momentos de alegría todos los días. De todas las resoluciones de Año Nuevo que he hecho, esta es la que más tiempo he mantenido hasta el momento. Ahora, casi todas las noches antes de irme a dormir, escribo tres momentos felices en mi cuaderno. Esto me permite observar y valorar estas ráfagas de alegría; cuando algo positivo sucede, pienso: Esto irá al cuaderno. Es un hábito que ilumina todo el día.
Prestar atención a los momentos de alegría requiere esfuerzo porque estamos programados para hacer más foco en lo negativo que en lo positivo. Las cosas malas tienden a tener un efecto más fuerte en nosotros que las cosas buenas. Esto tenía sentido en la prehistoria: si olvidábamos aquella ocasión en que un ser querido había comido unas bayas venenosas, era probable que las comiéramos nosotros. Pero hoy en día, dirigimos esa atención a contratiempos ordinarios y problemas cotidianos. Un limpiaparabrisas roto o una mancha de café tienen el poder de tirarnos para abajo. Hacemos hincapié en posibles amenazas y perdemos oportunidades para sonreír.
Del mismo modo que etiquetar las emociones negativas puede ayudarnos a procesarlas, etiquetar emociones positivas también funciona. Escribir acerca de nuestras experiencias alegres durante tan solo tres días puede mejorar nuestro estado de ánimo y disminuir nuestras consultas a centros de salud tres meses más tarde. Podemos saborear los acontecimientos cotidianos más pequeños, la agradable sensación de una cálida brisa o el delicioso sabor de las papas fritas (en especial cuando las robamos del plato ajeno). Mi mamá es una de las personas más optimistas que conozco y, todas las noches cuando se va a la cama, siempre dedica unos momentos a agradecer por la comodidad de la almohada debajo de su cabeza.
A medida que envejecemos, definimos la felicidad no tanto en términos de emoción sino más en términos de tranquilidad. La reverenda Veronica Goines lo resume así: “La paz es la alegría en reposo y la alegría es la paz en movimiento.” Compartir situaciones positivas con otra persona también aumenta nuestras emociones placenteras a lo largo de los días que siguen. En las palabras de Shannon Sedgwick Davis, una defensora de los derechos humanos cuyo trabajo le exige lidiar con atrocidades a diario, “La felicidad es una disciplina”.
Además de recuperar cosas, buscamos formas de ir hacia adelante. Comenzamos por cosas pequeñas. Mis hijos y yo comenzamos a jugar al corazones, un juego de cartas que me enseñó mi abuelo (y en el que soy mejor que en el póker). Comenzamos a andar en bicicleta los fines de semana, cosa que Dave no podía hacer porque le dolía la espalda. Empecé a tocar el piano de nuevo, algo que no había hecho en treinta años. Toco mal por una combinación de falta de talento y falta de práctica. De todos modos, tocar una canción me hace sentir mejor. Parafraseando una canción de Billy Joel que toco mal y canto fuera de tono: “Me regala una sonrisa para olvidarme de la vida por un rato”.
Tocar música al límite de nuestras capacidades es lo que los psicólogos llaman una “dificultad manejable”. Este nivel requiere de toda nuestra atención y no deja lugar a pensar en otra cosa. Muchos de nosotros recordamos haber sido muy felices en un estado de flujo, el estado de total absorción en una tarea. Cuando estamos teniendo una conversación profunda con un amigo y, de repente, nos damos cuenta de que han pasado volando dos horas. Cuando hacemos un viaje en auto y la línea punteada se convierte en un ritmo. Cuando estamos concentrados leyendo un libro de Harry Potter y olvidamos que Hogwarts no es real. El típico error de Muggle. Pero hay una trampa. Mihaly Csikszentmihalyi, quien desarrolló esta investigación, descubrió que, mientras las personas están en ese estado de flujo, no manifiestan sentirse felices. Están tan absortas que solo lo describen como un estado alegre más tarde. Incluso el hecho de intentar indagar a las personas acerca de su estado de flujo las quitaba por completo de la situación. Bien hecho, psicólogos.
Muchas personas buscan este estado de flujo en la actividad física. Después de perder a su mujer, el comediante Patton Oswalt observó que los libros de historietas como Batman ilustraban reacciones extrañas a la pena. En la vida real, “si Bruno Díaz viera el asesinato de sus padres a los 9, no se habría convertido en este héroe musculoso”, dijo Oswalt. “¿Qué tal si alguien muere y simplemente se vuelven gordos y enojados y confundidos? Pero no, de inmediato, van al gimnasio”. De hecho, ir al gimnasio (o simplemente salir a caminar) puede ser muy beneficioso. Los efectos del ejercicio para la salud física son muy conocidos, como un menor riesgo de desarrollar enfermedades cardíacas, presión arterial alta, accidentes cerebrovasculares, diabetes y artritis. Asimismo, muchos médicos y terapeutas hablan de hacer ejercicio como una de las mejores maneras de mejorar el bienestar psicológico. Para algunos adultos mayores de cincuenta años que sufren de una gran depresión, hacer actividad física hasta puede ser tan eficaz como tomar un antidepresivo.
Incluso cuando nos sentimos más angustiados, podemos hallar alegría en momentos que aprovechamos y momentos que creamos. Cocinar. Bailar. Hacer senderismo. Rezar. Conducir. Cantar canciones de Billy Joel fuera de tono. Todas estas actividades pueden apaciguar el dolor. Y, al sumar todos estos momentos, nos damos cuenta de que nos dan más que felicidad; también nos dan fuerza.
Gracias al libro y a la famosa película ¡Viven!, muchos de nosotros conocemos las medidas extremas que tuvo que tomar el grupo para sobrevivir. Un nuevo análisis de Spencer Harrison, un investigador, escalador de montaña y colega de Adam, explica no solo cómo sobrevivieron estos hombres, sino por qué. Spencer se puso en contacto con cuatro de los sobrevivientes, escrudiñó sus diarios y hasta visitó el lugar del accidente con uno de ellos. La historia de cada uno de los sobrevivientes compartía un tema en común: un factor clave de su resiliencia fue la esperanza.
La mayoría de las cuarenta y cinco personas a bordo eran jugadores de rugby, adolescentes y veinteañeros, que viajaban a un partido de exhibición. El daño que sufrió la radio del avión no les permitía enviar comunicaciones, pero todavía podían recibirlas. Su primer plan fue esperar a que los rescataran al resguardo del avión. “Todos creíamos que un rescate era nuestra única oportunidad de sobrevivir”, escribió Nando Parrado, “y nos aferramos a esa esperanza casi con fervor religioso”. Nueve días más tarde, sus suministros se habían agotado. El grupo se vio forzado a recurrir a su única fuente de alimento restante: la carne de los cuerpos congelados de sus compañeros de equipo que habían muerto. La mañana siguiente, algunos de los pasajeros escucharon por la radio que la búsqueda se dado por terminada. “No les tenemos que decir”, dijo el capitán del equipo. “Que al menos sigan esperando”. Otro pasajero, Gustavo Nicolich, no estaba de acuerdo. “¡Buenas noticias!” gritó. “Vamos a salir de aquí por cuenta nuestra”.
Normalmente, pensamos en la esperanza como algo que las personas albergan en su cabeza y en su corazón. Pero las personas pueden construir la esperanza juntos. Al crear una identidad compartida, las personas pueden formar un grupo que tiene un pasado y un futuro más brillante.
“Algunas personas dicen que si hay vida, hay esperanza”, explicó el sobreviviente Roberto Canessa. “Pero para nosotros, fue lo contrario: ‘Si hay esperanza, hay vida’”. Durante los días largos, fríos y hambrientos, los sobrevivientes al accidente rezaron juntos. Planearon proyectos que emprenderían después de regresar a la civilización: un pasajero hablaba de abrir un restaurante, otro soñaba con tener una granja. Cada noche, dos de los sobrevivientes miraban a la luna e imaginaban que, en ese instante, sus padres estaban mirando la misma luna. Otro tomó fotografías para recordar su travesía. Muchos escribieron cartas a sus familias afirmando su voluntad de vivir. “Para mantener la fe en todo momento, a pesar de los reveses, tuvimos que convertirnos en alquemistas”, señaló el sobreviviente Javier Methol. “Transformar la tragedia en un milagro, la depresión en esperanza”.
Sin duda, la esperanza en sí misma no es suficiente. Muchos de los pasajeros tenían esperanza y, aun así, perdieron la vida. Pero la esperanza evita que las personas se entreguen a la desesperación. Los investigadores revelan que la esperanza surge y persiste cuando las “comunidades de personas generan nuevas imágenes de posibilidad”. Creer en nuevas posibilidades ayuda a las personas a luchar contra la idea de la permanencia y los impulsa a buscar nuevas opciones; encuentran la voluntad y la forma de salir adelante. Los psicólogos lo llaman “esperanza fundada”, el entendimiento de que si tomamos medidas, podemos mejorar las cosas. “Nunca dejé de rezar por la llegada de nuestros rescatistas o por la intercesión de Dios”, recuerda Parrado. “Pero al mismo tiempo, la voz despiadada que me había hecho tragarme las lágrimas no dejaba de susurrarme: ‘Nadie nos encontrará. Moriremos aquí. Tenemos que trazar un plan. Debemos salvarnos nosotros mismos’”.
Parrado y Canessa emprendieron una expedición con un tercer sobreviviente y casi murieron congelados antes de encontrar la cola del avión, que contenía aislamiento que convirtieron en una bolsa de dormir. Casi dos meses después del accidente, esta bolsa de dormir improvisada les permitió a Parrado y Canessa lanzarse en otra expedición. Caminaron treinta y tres millas por un terreno inestable y escalaron un pico de 14,000 pies. Después de diez días, avistaron a un hombre a caballo. Los catorce sobrevivientes restantes fueron rescatados por helicóptero.
La comunidad formada por los sobrevivientes de ¡Viven! se ha mantenido unida por décadas. Todos los años, se reúnen en el aniversario de su rescate para jugar al rugby. Juntos, hicieron aportes a un libro acerca de su experiencia, La Sociedad de la Nieve. Y en 2010, cuando treinta y tres mineros quedaron atrapados bajo el suelo en Chile, cuatro de los sobrevivientes de los Andes volaron desde Uruguay para hablarles a los mineros a través de un vídeo. “Hemos venido para darles un poco de fe y esperanza”, dijo Gustavo Servino en ese momento. “Para decir que estamos a su servicio si nos necesitan para cualquier cosa. Y por sobre todo, para darles apoyo a las familias que están afuera”. Después de sesenta y nueve días, sacaron al primer minero a la superficie en una cápsula entre los vítores de cientos de personas. La operación llevó todo un día, pero los treinta y tres mineros fueron rescatados y se reencontraron con sus seres queridos. La ciudad de tiendas de campaña donde todos se reunieron arriba de la mina se llamó Campamento Esperanza.
La resiliencia no solo se desarrolla en las personas. Se desarrolla entre las personas, en nuestros vecindarios, escuelas, pueblos y gobiernos. Cuando generamos resiliencia juntos, nos volvemos más fuertes nosotros y creamos comunidades que pueden superar obstáculos y prevenir la adversidad. La resiliencia colectiva requiere más que solo esperanza compartida, también se alimenta de experiencias compartidas, historias compartidas y poder compartido.
En junio de 2015, el mes siguiente a la muerte de Dave, un supremacista blanco acribilló a balazos a un pastor y a ocho feligreses durante la sesión de estudio de la Biblia que mantenían los miércoles en la Iglesia Metodista Episcopal Africana Emanuel en Charleston, Carolina del Sur. Estaba tambaleando por mi propia pérdida y ver tanta violencia sin sentido me hundió aún más en la desolación.
Luego, me enteré de la reacción de la congregación. Esa semana, los parientes de las víctimas fueron al tribunal para dirigirse al hombre armado que había asesinado a sus seres queridos. Uno por uno rechazaron su odio. “Me quitaste algo muy valioso”, dijo Nadine Collier, cuya madre fue asesinada. “Nunca podré volver a hablar con ella. Nunca podré volver a abrazarla, pero te perdono y tengo piedad de tu alma. . . . Me lastimaste. Lastimaste a muchas personas. Si Dios te perdona, yo te perdono”. En lugar de dejarse consumir por el odio, los miembros de la iglesia eligieron el perdón, que les permitió unirse y luchar contra el racismo y la violencia. Cuatro días después del tiroteo, la iglesia abrió sus puertas para celebrar el servicio dominical habitual. Cinco días más tarde, el presidente Barack Obama habló en el funeral del reverendo Clementa C. Pinckney y dirigió a la congregación mientras cantaban “Amazing Grace”.
“Madre Emanuel”, como se conoce a la iglesia, es la Iglesia Metodista Episcopal Africana más antigua del Sur. Sus congregaciones han soportado las leyes que prohibían el culto de los negros, una multitud de blancos que quemaron su edificio y un terremoto. Después de cada tragedia, se unieron para reconstruir la iglesia, a veces de manera literal y siempre desde el plano emocional. Tal como nos dijo el reverendo Joseph Darby, el presbítero presidente de un distrito vecino: “Su prolongación de la gracia está arraigada en un mecanismo de afrontamiento de larga data heredado de personas que, en algunos casos, no tenían otra opción más que perdonar y seguir adelante, dejando la puerta abierta para que pudiera hacerse justicia. Nos lleva más allá de la cruda venganza. El perdón nos aclara la mente para buscar justicia”.
El domingo después del tiroteo de 2015, las campanas de las iglesias de toda la ciudad repiquetearon a las diez de la mañana, durante nueve minutos, un minuto por cada víctima. “Lo que nos une es más fuerte que lo que nos divide”, declaró Jermain Watkins, un pastor de una iglesia local. “Al odio le decimos: ni hablar, hoy no. Al racismo le decimos: ni hablar, hoy no. A la división le decimos: ni hablar, hoy no. A la reconciliación, le decimos que sí. A perder la esperanza le decimos: ni hablar, hoy no. A una guerra de razas le decimos: ni hablar, hoy no. . . . Charleston, unidos, decimos: ni hablar, hoy no.” A medida que la comunidad comenzó a recoger los pedazos, las iglesias del área empezaron a organizar conferencias sobre cómo prevenir la violencia. Después de que el FBI determinara que una falla del sistema había permitido que el tirador comprara un arma, las familias que habían sido afectadas por la violencia con armas de fuego unieron sus esfuerzos con líderes políticos y de la iglesia para abogar por verificaciones de antecedentes más rigurosas.
Podemos trabajar para prevenir la violencia y el racismo, pero hay muchos tipos de adversidades que no pueden evitarse. La pérdida. Las lesiones por accidentes. Los desastres naturales. En 2010 solo, hubo alrededor de cuatrocientos desastres naturales en todo el mundo que se cobraron alrededor de 300,000 vidas y afectaron a millones de personas. Algunas de las respuestas a estos desastres nos demuestran que la esperanza, las experiencias y las historias compartidas pueden encender la llama de la resiliencia colectiva. Pero para que el fuego continúe encendido, necesitamos contar con un poder compartido: los recursos y las facultades para moldear nuestro propio destino.
Las comunidades resilientes presentan lazos sociales sólidos; vínculos entre las personas, puentes entre los grupos y enlaces con los líderes locales. Observé la importancia de estos lazos locales cuando, décadas atrás, trabajé en el Banco Mundial en relación a la erradicación de la lepra en la India. Debido al estigma histórico, los pacientes con lepra con frecuencia no buscan tratamiento, lo que permite que su enfermedad avance y se propague a otras personas. Cuando los trabajadores de la salud visitaban aldeas para identificar a las personas con lepra, los rechazaban; la gente del lugar no confiaba en estos forasteros y las mujeres, en particular, se mostraban reticentes a mostrar las manchas en la piel a desconocidos. Los trabajadores de la salud necesitaban encontrar otro enfoque. Convencieron a los líderes de las aldeas de llevar a cabo programas de detección temprana ellos mismos. Los líderes organizaron reuniones comunitarias y reclutaron organizaciones sin fines de lucro y a ciudadanos locales para realizar obras de teatro que mostraran que aquellos que se presentaran con síntomas tempranos no serían excluidos, sino que recibirían atención y tratamiento.
Este trabajo me hizo sumamente consciente de que hasta los ejemplos más heroicos de resiliencia individual pueden ser insuficientes frente a la pobreza y las enfermedades sin tratamiento. Cuando las personas con lepra eran expulsadas de sus aldeas, no existía cantidad suficiente de resiliencia individual que pudiera haberlos ayudado. No fue hasta que la comunidad comenzó a tratar a los pacientes con lepra, en lugar de expulsarlos, que pudieron recuperarse y sobrevivir.
Otorgar poder a las comunidades desarrolla resiliencia colectiva. Después del genocidio de Ruanda de 1994, que acabó con la vida de cientos de miles de ciudadanos, los psicólogos visitaron los campos de refugiados de Tanzania para ofrecer atención en el ámbito de la salud mental. Descubrieron que tratar a cada persona individualmente era menos eficaz que fortalecer la capacidad de la comunidad de ayudar a los grupos vulnerables. Los campos que mostraban el mayor grado de resiliencia estaban organizados como aldeas, tenían consejos, espacios de encuentro para los adolescentes, campos de fútbol, centros de entretenimiento y lugares de oración. En vez de tener a extraños en los puestos de autoridad, los ruandeses se gobernaban según sus tradiciones culturales. La organización interna generaba orden y construía un poder compartido.
Encontramos nuestra humanidad (nuestra voluntad de vivir y nuestra capacidad de amar) en nuestras conexiones. Del mismo modo que los individuos pueden experimentar el crecimiento después de un trauma y hacerse más fuertes, las comunidades también pueden hacerlo. Nunca sabes cuándo va a tener que armarse de esa fuerza tu comunidad, pero puedes estar seguro de que será algún día.
Cuando su avión se estrelló en los Andes, los jugadores del equipo de rugby ya habían construido entre ellos solidaridad y confianza. Al principio, buscaron su guía en el capitán del equipo. Cuando este murió, mantuvieron la confianza entre ellos. “Todos tenemos nuestros propios Andes”, escribió Nando Parrado mucho tiempo después de que su expedición con Roberto Canessa desembocara en su rescate. Canessa añadió: “Una de las cosas que quedó destruida cuando nos estrellamos en la montaña fue nuestra conexión con la sociedad. Pero los lazos entre nosotros se fortalecieron cada día”.
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Fragmento(s) de OPCIÓN B: AFRONTAR LA ADVERSIDAD, DESARROLLAR LA RESILIENCIA Y ALCANZAR LA FELICIDAD de Sheryl Sandberg y Adam Grant, copyright © 2017 de OptionB.Org. Publicación de Knopf Doubleday Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC, con uso autorizado por Alfred A. Knopf. Todos los derechos reservados.
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